miércoles, 14 de mayo de 2014

Marco Aurelio. Meditaciones.



Marco Aurelio Antonino Augusto, apodado el Sabio o el Filósofo, nació en Roma el 26 de abril de 121, aunque su origen era hispano: su padre había nacido en Ucubi, la actual Espejo, en la provincia de Córdoba.


Inscripción honorífica dedicada en el 195 d.C. al emperador Septimio Severo por la C.C.I. Ucubi 
como homenaje y muestra de fidelidad a la casa imperial.



En su niñez, se dice que el emperador Adriano le llamaba cariñosamente "verissimus" ("honesto").




 Del Emperador Adriano existen infinidad de retratos.

 
Por mandato de Adriano, Antonino Pío adoptaría al joven Marco Aurelio junto con Lucio Vero, ascendiendo al trono a la edad de 40 años en una suerte de imperio compartido con su hermano que se ha comparado con la forma de gobierno de la desaparecida República romana.




 Antonino Pío siguió la costumbre instaurada por su antecesor, Adriano, 
a saber, lucir el cabello rizado y la barba.  
El busto, realizado en mármol, data de la época de Caracalla (años 211–17).


Lucius Verus. El busto se encuentra en el Museo del Louvre.

Se le conoce como uno de los llamados Cinco Emperadores Buenos, nombre propuesto por Maquiavelo para denominar a los primeros miembros de la dinastía de los Antonino en gobernar Roma entre el año 96 y 192, posteriormente adoptado por el historiador Edward Gibbon.  Su política interna se caracterizó por reformas jurídicas dirigidas a limitar los abusos de la jurisprudencia civil y sobre todo por medidas favorables a los esclavos, las viudas y los menores de edad.

Marco Aurelio murió el 17 de marzo de 180 en la ciudad de Vindobona (la actual Viena), en compañía de su hijo y sucesor Cómodo.

Retrato del emperador Cómodo.
 


 Ilustración de la ciudad de Vindobona durante la época romana.

 Tras su muerte, sus cenizas se trasladaron a Roma, donde permanecerían en el Mausoleo de Adriano (hoy Castel Sant'Angelo) hasta el saqueo visigodo de la ciudad en el año 410.  Se construyó además una columna conmemorando sus victorias contra los sármatas y los germanos.

Columna dedicada a Marco Aurelio, actualmente situada en la Piazza Colonna de Roma.




 
Figura representativa de la filosofía estoica, durante las campañas de la década de 170 escribe en griego helenístico su obra más notable, Meditaciones, mientras permanecía estacionado en su base de Sirmium (la actual Sremska Mitrovica en Serbia) y en Aquincum (la actual Budapest, Hungría). Es dudoso que Marco Aurelio hubiera pensado en publicarlas.


 Relieve hallado en el Palacio Imperial de Sirmium.

Fresco de época romana procedente de Aquincum.


(Fuente: Meditaciones, Libro I).

I   De mi abuelo Vero: la bondad y la ecuanimidad.

II  De la buena fama y memoria legadas por mi progenitor: la circunspección y el carácterviril.

III De mi madre: el respeto a los dioses, la liberalidad y la abstención no sólo de obrar mal, sino incluso de incurrir en semejante pensamiento; además, la simplicidad en el vivir y el alejamiento del modo de vida propio de los ricos.

IV De mi bisabuelo: el no haber frecuentado las escuelas públicas y haberme servido de buenos maestros en casa, y el haber comprendido que, para tales fines, es preciso gastar con largueza.

V  De mi preceptor: el no haber sido en los juegos públicos ni Verde ni Azul, ni partidario de los parinularios ni de los escutarios; la constancia en la fatiga y los escasos cuidados; el trabajo con esfuerzo personal y la abstención de excesivas tareas, y el menosprecio por la calumnia.

VI De Diogneto: el evitar inútiles ocupaciones; y la desconfianza en lo que cuentan los que hacen prodigios y hechiceros acerca de encantamientos y conjuración de espíritus, y de otras prácticas semejantes; y el no dedicarme a la cría de codornices ni sentir pasión por esas cosas; el soportar la conversación franca y familiarizarme con la filosofía; y el haber escuchado primero a Baquio, luego a Tandasis y Marciano; haber escrito diálogos en la niñez; y haber deseado el catre cubierto de piel de animal, y todas las demás prácticas vinculadas a la formación helénica.

VII De Rústico: el haber concebido la idea de la necesidad de enderezar y cuidar mi carácter; el no haberme desviado a la emulación sofística, ni escribir tratados teóricos ni recitar discursillos de exhortación ni hacerme pasar por persona ascética o filántropo con vistosos alardes; y el haberme apartado de la retórica, de la poética y del refinamiento cortesano. Y el no pasear con la toga por casa ni hacer otras cosas semejantes. También el escribir las cartas de modo sencillo, como aquélla que escribió él mismo desde Sinuessa a mi madre; el estar dispuesto a aceptar con indulgencia la llamada y la reconciliación con los que nos han ofendido y molestado, tan pronto como quieran retractarse; la lectura con precisión, sin contentarme con unas consideraciones globales, y el no dar mi asentimiento con prontitud a los charlatanes; el haber tomado contacto con los Recuerdos de Epicteto, de los que me entregó una copia suya.

VIII De Apolonio: la libertad de criterio y la decisión firme sin vacilaciones ni recursos fortuitos; no dirigir la mirada a ninguna otra cosa más que a la razón, ni siquiera por poco tiempo; el ser siempre inalterable, en los agudos dolores, en la pérdida de un hijo, en las enfermedades prolongadas; el haber visto claramente en un modelo vivo que la misma persona puede ser muy rigurosa y al mismo tiempo desenfadada; el no mostrar un carácter irascible en las explicaciones; el haber visto a un hombre que claramente consideraba como la más ínfima de sus cualidades la experiencia y la diligencia en transmitir las explicaciones teóricas; el haber aprendido cómo hay que aceptar los aparentes favores de los amigos, sin dejarse sobornar por ellos ni rechazarlos sin tacto.

IX De Sexto: la benevolencia, el ejemplo de una casa gobernada patriarcalmente, el proyecto de vivir conforme a la naturaleza; la dignidad sin afectación; el atender a los amigos con solicitud; la tolerancia con los ignorantes y con los que opinan sin reflexionar; la armonía con todos, de manera que su trato era más agradable que cualquier adulación, y le tenían en aquel preciso momento el máximo respeto; la capacidad de descubrir con método inductivo y ordenado los principios necesarios para la vida; el no haber dado nunca la impresión de cólera ni de ninguna otra pasión, antes bien, el ser el menos afectado por las pasiones y a la vez el que ama más entrañablemente a los hombres; el elogio, sin estridencias; el saber polifacético, sin alardes.

X  De Alejandro el gramático: la aversión a criticar; el no reprender con injurias a los que han proferido un barbarismo, solecismo o sonido mal pronunciado, sino proclamar con destreza el término preciso que debía ser pronunciado, en forma de respuesta, o de ratificación o de una consideración en común sobre el tema mismo, no sobre la expresión gramatical, o por medio de cualquier otra sugerencia ocasional y apropiada.

XI  De Frontón: el haberme detenido a pensar cómo es la envidia, la astucia y la hipocresía propia del tirano, y que, en general, los que entre nosotros son llamados «eupátridas», son, en cierto modo, incapaces de afecto.

XII  De Alejandro el platónico: el no decir a alguien muchas veces y sin necesidad o escribirle por carta: «Estoy ocupado», y no rechazar de este modo sistemáticamente las obligaciones que imponen las relaciones sociales, pretextando excesivas ocupaciones.

XIII  De Catulo: el no dar poca importancia a la queja de un amigo, aunque casualmente fuera infundada, sino intentar consolidar la relación habitual; el elogio cordial a los maestros, como se recuerda que lo hacían Domicio y Atenodoro; el amor verdadero por los hijos.

XIV  De «mi hermano» Severo : el amor a la familia, a la verdad y la justicia; el haber conocido, gracias a él, a Traseas, Helvidio, Catón, Dión, Bruto; el haber concebido la idea de una constitución basada en la igualdad ante la ley, regida por la equidad y la libertad de expresión igual para todos, y de una realeza que honra y respeta, por encima de todo, la libertad de sus súbditos. De él también: la uniformidad y constante aplicación al servicio de la filosofía; la beneficencia y generosidad constante; el optimismo y la confianza en la amistad de los amigos; ningún disimulo para con los que merecían su censura; el no requerir que sus amigos conjeturaran qué quería o qué no quería, pues estaba claro.

XV  De Máximo: el dominio de sí mismo y no dejarse arrastrar por nada; el buen ánimo en todas las circunstancias y especialmente en las enfermedades; la moderación de carácter, dulce y a la vez grave; la ejecución sin refunfuñar de las tareas propuestas; la confianza de todos en él, porque sus palabras respondían a sus pensamientos y en sus actuaciones procedía sin mala fe; el no sorprenderse ni arredrarse; en ningún caso precipitación o lentitud, ni impotencia, ni abatimiento, ni risa a carcajadas, seguidas de accesos de ira o de recelo. La beneficencia, el perdón y la sinceridad; el dar la impresión de hombre recto e inflexible más bien que corregido; que nadie se creyera menospreciado por él ni sospechara que se consideraba superior a él  (...).

XVI  De mi padre: la mansedumbre y la firmeza serena en las decisiones profundamente examinadas. El no vanagloriarse con los honores aparentes; el amor al trabajo y la perseverancia; el estar dispuesto a escuchar a los que podían hacer una contribución útil a la comunidad. El distribuir sin vacilaciones a cada uno según su mérito. La experiencia para distinguir cuando es necesario un esfuerzo sin desmayo, y cuándo hay que relajarse.

viernes, 19 de octubre de 2012

The Education of Julius Caesar

"...porque en César hay muchos Marios".





Esta mañana ha llegado por fin la biografía de Julio César escrita por Arthur David Kahn.  Yo buscaba una biografía procesariana, asqueada después de leer cien páginas de otra obra sobre César firmada por Jérôme Carcopino. Esta última rezuma odio hacia el protagonista de la narración, y me alegra haber encontrado la referencia a Kahn entre las recomendaciones que hace Michael Parenti en su amena A Popular History of Rome: The Assassination of Julius Caesar, una lectura apasionante y de plena actualidad.  En el prefacio, Kahn apunta a otro relato indispensable, probablemente el más exhaustivo y mejor documentado de la vida de César, una obra publicada en el año 1921 por el historiador alemán Matthias Gelzer, y que menciono aquí para que tomen nota los procesarianos del mundo.





Al parecer, la publicación de la obra de Kahn suscitó cierta polémica (lo cual no debería extrañar a nadie tratándose de un texto procesariano). Jasper Griffin, escribiendo para The New York Review of Books, la calificó de "indigna de un académico", y añadió algunas lindezas más a las que el propio Kahn replicó de la siguiente manera (la traducción del inglés original es mía):

En su reseña de mi libro, Jasper Griffith comienza afirmando [NYR, 12 de mayo] que “la obra no es digna de un académico”, que contiene “pequeños errores que cualquier profesional hubiera sabido evitar”; su reseña es una exposición de esos "pequeños errores". Al proceder de este modo, no consigue que los lectores se hagan una idea del contenido y planteamiento general de la obra.

¿“Poco profesional”? Poco después de aparecer el libro, E. Togo Salmon, prestigioso historiador norteamericano cuyas obras sobre la Roma antigua se han ganado los elogios de la crítica a ambos lados del Atlántico, escribió al autor [Kahn emplea en el original la tercera persona para referirse a sí mismo]:
Cuando repaso mi carrera como historiador antiguo, me vienen a la cabeza una serie de obras que considero verdaderamente "superiores" —Municipalities of the Roman Empire de James S. Reid, los textos de Beloch y De Sanctis sobre la República romana, Antichi Italici de Devoto y la Revolución romana de Syme. A estos yo añadiría la obra de Kahn sobre Julio César. La colocaría junto a la biografía de Gelzer en mi estantería, aunque tengo a la primera en mayor estima [durante más de cincuenta años, la biografía de Gelzer sobre César ha sido la obra de referencia en el mundo académico].
David Herlihy, profesor de Historia medieval en Harvard, en su reseña para el History Book Club, escribió:
La espléndida biografía [de Kahn]…merece sin duda alguna toda clase de elogios. Describe con brillantez la grandeza de César en todas y cada una de sus colosales dimensiones.
Dado que dispongo de muy poco espacio, sólo puedo ofrecer algunos ejemplos del tipo de "reseña" que Jasper Griffin brinda a sus lectores.

Después de mencionar de pasada la adopción por parte de César de la consigna “¡Sólo existe el cambio!”, Griffin omite la conexión existente entre César y los epicúreos, cuyo lema era precisamente éste, así como el hecho de que dicha asociación era tan relevante en la Roma antigua como lo hubiera sido la de un presidente americano con el movimiento socialista.

Al calificar de forma tan despreocupada mi afirmación de que la actitud de Cicerón en la conspiración de Catilina fue "más que ambigua", Griffin evita analizar uno de los temas fundamentales de mi obra, a saber, los servicios prestados por Cicerón durante la "conspiración" de Catilina como agente de la oligarquía reaccionaria.

Dejemos que los lectores juzguen si mi velada comparación política entre el intelectual y cultivado Cicerón y el zafio de Joe McCarthy se justifica o no.

Ante la mención de que César hubo de enfrentarse en varias ocasiones al amotinamiento de sus tropas, Griffin me llama “apologista hiperoptimista” de los legionarios. Pero el pasaje que cita se refiere al momento en que los legionarios de César se alzan con la victoria en la Galia. Los amotinamientos se produjeron muchos meses más tarde, durante una guerra civil nada popular entre las tropas. ¿Es posible que Griffin no sea consciente de que en todas las guerras la moral de la tropa se tambalea según las circunstancias?

Griffin no aporta ninguna prueba para justificar la rotundidad con la que afirma que hubo una feroz oposición al programa de reasentamiento de César (dejaré que los lectores juzguen por sí mismos su distorsionada interpretación de una nota a pie de página referida al pasaje en cuestión). Cabe esperar que Cicerón y otros enemigos de César habrían aprovechado cualquier altercado o manifestación para socavar el programa. Pero lo cierto es que ya en época de César el reasentamiento de las poblaciones excedentes venía practicándose desde hacía tiempo. Es más, ¡a los veteranos de César se les recompensaba mediante el reasentamiento en colonias remotas!

Griffin tacha a Publio Clodio, Catilina y Marco Antonio de “forajidos”. Como historiador, recomiendo extremar la cautela con este tipo de caracterizaciones simplistas de cualquier figura del anti-establishment. Es posible que Griffin se fíe de la caracterización que hace Cicerón de sus enemigos políticos, pero en este sentido el orador romano no me inspira más confianza que Nixon cuando describía a quienes se oponían a la Guerra de Vietnam. Griffin me acusa de falta de sensibilidad hacia los horrores de la Guerra de las Galias. No obstante, Griffin cita una serie de informes sobre las matanzas cuya fuente es precisamente mi libro. Señor Griffin, los dos estamos de acuerdo en que “cualquier guerra es un infierno”. Las guerras imperialistas son especialmente crueles. Esto queda reflejado en el libro. Para ser justos, ¿no debería Griffin haber mencionado el hecho de que un apologista sin reservas de las victorias cesarianas en la Galia era el favorito de Griffin, Cicerón?

Mis lectores americanos recordarán que en el prefacio explico que lo que me movió a dedicar doce años de mi vida a este libro fue mi preocupación ante las analogías existentes entre los acontecimientos ocurridos durante la caída de la República romana y los hechos registrados en las últimas décadas de la República americana.

En el prefacio cito la recomendación del gran historiador alemán Theodor Mommsen (“no es posible recrear la vida en el pasado sin recurrir a la experiencia del presente”) y la definición que ofrece un distinguido compatriota de Griffin, Edward Hallett Carr, en su obra ¿Qué es la Historia?, sobre la objetividad del historiador:
…la capacidad para superar la visión limitada de su propia situación en la sociedad y en la historia—la habilidad para reconocer su grado de implicación en dicha situación, es decir, para reconocer la imposibilidad de alcanzar una objetividad plena. En segundo lugar, [el historiador] debe ser capaz de proyectar su visión hacia el futuro de tal manera que su percepción del pasado pueda tener un impacto más profundo y duradero del que logran aquellos historiadores cuya mirada se ciñe estrictamente a sus propias circunstancias más inmediatas.
[...]

 Arthur D. Kahn
Brooklyn, Nueva York

viernes, 27 de julio de 2012

Estatuaria romana.

Los amantes de la Historia Antigua lamentamos amargamente la desaparición de tantas y tantas fuentes escritas (las memorias de Escipión, el De Sua Vita de Augusto, numerosas obras y cartas de César, incluida su correspondencia con Cicerón, el relato de Calístenes sobre Alejandro o las memorias de Sila) de cuya existencia sabemos gracias a otras que, por vías muy azarosas, han llegado, benditas sean, hasta nosotros.

Los enamorados de Roma, y de Grecia, nos consolamos en cambio con el realismo, el nivel de detalle y por consiguiente de complejidad, que proporciona la estatuaria romana, sobre todo la de época más temprana, influida por el verismo de la escultura helena, y la republicana. La desaparición de las fuentes escritas obliga a los historiadores a especular, salvo en contadas ocasiones, sobre las vidas que pretenden reconstruir; los retratos en mármol que nos dejaron los antiguos, sin embargo, lejos de ser fragmentarios, resultan tan auténticos, tan completos, tan veraces, que sobrecogen al observador, más todavía al observador informado. Y desde luego no dan lugar a especulaciones.

 Los Museos Capitolinos de Roma albergan una fascinante muestra de estatuaria romana.

Este hombre no puede ser otro que Cicerón.




Y este, aunque aquí algo idealizado, Cayo Julio César. No importa cuántos retratos se hicieran de él, César es inconfundible.










Y Cneo Pompeyo el Grande, perfectamente reconocible:








II. Mater Gracchorum



La única referencia que tenemos al nacimiento de Cornelia procede de Plinio el Viejo, quien refiere que las niñas nacidas con los genitales unidos presagiaban malos augurios, como demostraba el caso de Cornelia, madre de los Graco.  Este hecho explicaría, según Plinio y otros autores, la trágica suerte que corrieron sus hijos.

De la madre de Cornelia, Emilia Tercia, se dice que tenía una disposición amable y que mostró una lealtad inquebrantable hacia su marido, Escipión el Africano, objeto de la oposición de muchos senadores que criticaban sus costumbres griegas y su uso de novedosas estrategias en el campo de batalla. El historiador griego Polibio la describe de la siguiente guisa:

Esta dama, de nombre Emilia, solía exhibir gran magnificencia siempre que abandonaba su casa para participar en las ceremonias a las que suelen acudir las mujeres, y disfrutó de la fortuna de Escipión cuando éste alcanzó la cima de su prosperidad. .. Porque, al margen de la suntuosidad de su vestimenta y las decoraciones de su carro, todos los cestos, tazas y demás utensilios para el sacrificio eran de oro o plata, .. y sus criadas y sirvientes eran igualmente numerosos. 

Emilia Tercia gozó de una libertad y fortuna poco habituales para su época gracias al talante liberal de su marido, y sirvió de ejemplo a muchas mujeres de Roma, su hija Cornelia entre ellas. Prueba de su lealtad a Escipión fue la negativa de Emilia a revelar públicamente en 191 AC las indiscreciones de su esposo con una criada.

Emilia Tercia, también conocida como Emilia Paula



El padre de Cornelia, Publius Cornelius Scipio, había adquirido el sobrenombre de Africano tras su victoria en la batalla de Zama, cuando lanzó a la caballería romana sobre la retaguardia de Aníbal, poniendo fin a 17 años de guerra.

Publius Cornelius Scipio Africanus


 Escipión regresó triunfante a Roma, rechazando los honores que el pueblo pretendía investirle, a saber, el título de cónsul a perpetuidad o el de dictador. La consecuencia, si bien imprevista, de las rencillas políticas en las que se vio envuelto Escipión hacia 185 AC fue el matrimonio en 172 AC entre su hija Cornelia, que a la sazón tenía 18 años, y su antiguo rival Tiberio Sempronio Graco el Viejo, de 45 años.

Ya desposados, cuenta la leyenda que Tiberio descubrió en su casa dos serpientes, una hembra y otra macho. Los arúspices consultados le hicieron la siguiente advertencia: si mataba a la hembra, moriría Cornelia; si salvaba al macho, viviría él. A lo que Tiberio el Viejo habría respondido que pondría en libertad a la hembra, dado que su esposa era todavía joven y capaz de engendrar muchos hijos, que fueron en total una docena, de los cuales sólo sobrevivieron a la infancia Tiberio, nacido en 163 AC, Sempronia, y Cayo en 153 o 154.

Tal y como habían pronosticado los arúspices, Tiberio el Viejo murió poco después, en torno al 154-155, dejando a Cornelia viuda y a cargo de tres niños. Educó a sus hijos con ambición, instruyéndoles en el arte de la política, la guerra y otras actividades propias de las elites romanas; tanto es así que se atribuía la grandeza de Tiberio y Cayo no a su nacimiento, ilustre de por sí, sino a la excelencia de la educación recibida de la madre. Valerius Maximus relata que Cornelia recibió un día la visita de una próspera matrona de la Campania que hacía ostentación de sus joyas. Las dos mujeres conversaron largo rato hasta que regresaron los dos hermanos, Tiberio y Cayo, de sus lecciones, momento en el que Cornelia se interrumpió para observar: "Estas son mis joyas".

Había procurado que Tiberio, desde su más temprana niñez, recibiera una formación exquisita, y para ello se había hecho con los servicios de los mejores tutores de la época, entre ellos el retórico Diófanes, griego desterrado de Mitilene, y el estoico Blosio de Cuma. El primero había instruido también a un adolescente Marco Junio Bruto, y Plutarco lo consideraría, junto con Blosio, como el instigador de las reformas de Tiberio; por la amistad que le ligaba a su pupilo, fue condenado a muerte, junto con otros seguidores de Tiberio. El segundo, alumno de Antípatro de Tarso, fue interrogado por los cónsules a la muerte de su discípulo con el fin de esclarecer su participación en el asunto. Blosio afirmó haber hecho todo lo que le había pedido Tiberio, a lo que los cónsules respondieron: "¿Cómo? ¿Y si Tiberio te hubiera pedido que quemaras el Capitolio?" Y él repuso: "Tiberio nunca hubiera ordenado tal cosa", y ante la insistencia de los cónsules: "Y sólo lo habría hecho en interés del pueblo romano". Puesto en libertad, Blosio abandonó la ciudad para instalarse en la provincia de Asia, donde tomó parte en la sublevación popular contra Roma orquestada por Aristónico, pretendiente al trono de Pérgano; fracasada la revuelta, se quitó la vida alrededor de 130 AC.   

La elección de estos maestros para sus hijos no debe extrañar a nadie, pues la infancia de Cornelia había transcurrido en un entorno helenizante, refinado, en el hogar de su padre, un destacado helenófilo que redactó sus memorias en griego, que se afeitaba el rostro a la manera de Alejandro Magno y que portaba la toga de forma tan poco romana que sus enemigos políticos, los conservadores encabezados por Catón el Viejo, le acusaron de estar socavando las costumbres romanas y afeminando a los hombres de Roma.
     

La revolución traicionada: los Graco I. Cornelia se retira a Miseno.

Villa Luculum, en Misenum, Bahía de Nápoles.
 Aquí se retiró Cornelia Scipionis Africanus. Hija de un ilustre general, Escipión el Africano, y viuda del cónsul Sempronius Gracchus, debía sin embargo su fama a dos de sus doce hijos, Tiberio y Cayo. Ilustre mater romana a quien Roma dedicó, cosa rara en la época, una estatua de la que sólo se conserva el pedestal que la sostenía y a la que hace referencia Plutarco en su Vida de Cayo Graco:


[...] y el pueblo lo celebró y vino en ello, dispensando a Cornelia este honor, no menos por sus hijos que por su padre, y erigió después a esta insigne mujer una estatua en bronce, con esta inscripción: “Cornelia, madre de los Gracos.”  



                

A la muerte del mayor de sus hijos varones, Tiberio, se refugió ya sexagenaria Cornelia en Miseno, donde se convirtió en anfitriona de filósofos y literatos.




 Cuenta Virgilio en su Eneida que Miseno (Misenus) había recorrido los campos de batalla al lado del gran Héctor, príncipe de Troya, y que era tan hábil con la trompeta como con la lanza; que cuando Aquiles derrotó a Héctor, este noble héroe tomó por compañero a Eneas; que con los ecos de su trompeta había logrado encrespar las aguas del Egeo y así desafiado a los dioses, por lo que Tritón hizo que se despeñara por la costa hasta hundirse en el embravecido mar; que los troyanos se reunieron en torno a su cadáver, y que Eneas lloró su pérdida más que ningún otro; que, obedeciendo a las instrucciones de la Sibila, se aprestaron a levantar entre encinas y fresnos, olmos y robles, un sepulcro; que ardió en una colosal pira funeraria el cuerpo, ya lavado y perfumado, cubierto de vestiduras púrpuras y aceite; que, una vez apagada la llama, se empaparon las brasas con vino, como era costumbre, y se guardaron en una urna de bronce, a la vez que se pronunciaban las últimas oraciones; y que Eneas mandó erigir un monumento para albergar las armas, el remo y el clarín de Miseno, en lo alto del monte que aún hoy lleva su nombre.

No sabemos por qué Cornelia eligió Miseno como hogar en el destierro.

Es posible que en alguna ocasión su esposo Tiberio hubiera hablado sobre el sitio de Cuma, ciudad marítima fundada a la vez que Miseno y a apenas cuatro millas de distancia de ésta, y emplazamiento del santuario de la Sibila que instruyó a Eneas sobre cómo honrar el cuerpo sin vida de Miseno. Allí, en 214 AC, había defendido su bastión otro Tiberio Sempronio Gracco, hermano de su padre (además de distinguido general de la segunda guerra púnica, magister equitum y cónsul durante el tiempo del dictador M. Junio Pera), lanzando un ataque nocturno contra el mismísimo Aníbal y forzando a las tropas cartaginesas a batirse en retirada.       

O bien escogió Miseno por sus baños calientes y sus aguas termales, como hiciera hacia el año 81 AC un ya envejecido general Gaius Marius, y otras tantas adineradas familias romanas. La villa de Mario se había construido con toda clase de lujos sobre el promontorio que dominaba la bahía, una entrada de mar en forma de media luna que los habitantes llamaban el Mare Morto; a lo largo de la orilla se alternaban las moreras, los chopos y las parras; sus solitarios senderos estaban flanqueados por hileras de tumbas y cipreses.